Publicado_5 noviembre 2013

¡Ñam! ¡Ñam! ¡Ñam! Comer fue lo primero que hice cuando salí de la clínica con la parte de abajo de la ortodoncia lingual ya incorporada.

Había estado demasiado ocupada abriendo la boca durante unas horas mientras trabajaban con mi boca como si de un reloj de precisión se tratase.

No logré entender el proceso. Veía los ojos de la doctora, sus manos, aparatos, instrumentos, brackets y alambres, pero yo no sentía dolor (tan solo el deseo de cerrar la boca de una vez) y mágicamente todo apareció en orden ahí dentro ¡Tachán! Desde entonces pienso que los ortodoncistas también serían buenos cirujanos (o relojeros).

La primera sensación fue la de que los dientes no encajaban del todo y eso me parecía incluso divertido.  Mi ortodoncista había decidido ponerme la ortodoncia por fases: primero la de abajo y después la de arriba para que la transición fuera menos brusca. Pronto entendí a qué se refería con “transición” ¡Ñam! ¡Ñam! Tan pronto como engullí uno de los trozos de carne del menú del día. Me habían avisado de que no debía comer bocadillos, pero nada me había dicho de la carne ¿Estaba también prohibida? No, aunque pronto asumí que era mucho más fácil comer cualquier otra cosa.

Los primeros días fueron los peores. Me dolía la boca y todavía no me había adaptado a mi nuevo inquilino. Esto hacía que comiera a un ritmo desesperante y que hablase de una manera un poco rara.  Pero después todo fue más fácil. La lengua se adaptó al nuevo espacio al que había sido acotada y los dientes dejaron de doler.  Mi kit de higiene bucal encontró un hueco en todos y cada uno de mis bolsos y llevarlo conmigo se convirtió en requisito sine qua non.

Aproximadamente un mes más tarde, me puse la parte superior de la ortodoncia. La molestia no tuvo comparación. En esta ocasión, apenas lo noté.  Y a ésta, le siguieron otras visitas. Con cada cambio de arco, siempre venían unos días de adaptación en los que hacía uso de la cera (pieza que colocas en la zona que te produce rozamiento para evitarlo) de manera más intensiva, pero el grado de molestia era menor, conocía el proceso y yo ya tenía mis hábitos y trucos.

La mandíbula encajaría por completo en los últimos meses de tratamiento pero el cambio estético lo noté apenas pasado un mes. Para mí era evidente que mi sonrisa era cada vez más bonita y eso me hacía sentir bien. Me sorprendía cómo algo tan localizado podía cambiar tanto la apariencia global y todo ello sin que nadie se diese cuenta, porque la ortodoncia lingual no se ve.

Mi tratamiento ya ha finalizado y estoy muy contenta con los resultados. Aprecio mucho el trato que recibí en Ortoperio, la diligencia de las personas que trabajan en ella, la flexibilidad para concertar citas, la puntualidad, pero sobre todo valoro la profesionalidad de la doctora que me ha tratado, su dedicación, paciencia, perfeccionismo, tacto, el hecho de que me explicase lo que iba haciendo… Hay poco de romántico en que alguien te hurgue en la boca y te ponga alambres en ella, pero se ganó mi confianza.

 Septiembre 2013, E.O.